Se publicó una editorial en el American Journal of Psychiatry (Julio 2010) en la que se extrañan porque en China, a diferencia de lo que ocurre en Europa y en los EE.UU. de América, menos del 50% de las personas que se suicidan sufren de enfermedad mental.
Recordarán que desde un citado artículo de Brian Barraclough se piensa que la gran mayoría de las personas que se quitan la vida sufren de una enfermedad mental (el 93% de 100 personas que se habían quitado la vida). El editorialista del American Journal reflexiona acerca de las distintas razones por las que el resultado es tan diferente al obtenido en occidente: metodológicas, relacionadas con la muestra, y otras. Lo cierto es que el hallazgo es contundente y de alguna manera contribuye a reconsiderar la aparente medicalización del suicidio.
La tensión entre los biologicistas, que piensan que cualquier conducta ¿extraña? es producto de un cerebro fallido, y los constructivistas, que piensan lo opuesto, esto es, toda enfermedad mental es construida por vicisitudes externas (cuyo extremo es el idealismo lingüístico en frase acertada de Ian Hacking), tiñe la actividad cotidiana del clínico y, con frecuencia, es insoportable.
Cifrar un acto suicida en términos de disfunción serotonérgica es tratar de llenar de huecos con palabras vacías (esta frase se la oí a uno de mis profesores de Propedéutica Clínica). Edwin Shneidman decía que el peor juego de manos al que se podía someter al suicidio era el de hacerlo sinónimo con la depresión.
Supongo que a la mayoría la cuestión del suicidio cae entre ser el problema definitivo de la filosofía, como lo era para Camus, o el diálogo más o menos trivial, o frivólo, de la narración "Diálogo sobre un diálogo" del librito El Hacedor.